Presentación de una exposición singular
Traducido del original en alemán por Francisco Felipe
1. ¿A cuenta de quién corre el arte?
¿Existe algún amante del arte que nunca haya soñado
en irrumpir en un museo para estar a solas con su obra preferida? ¿Es
concebible una contemplación de un trabajo artístico que no esté
convencida de ser la única mediante la cual el objeto alcanza su
plenitud? ¿Habrá conocedores de secretos estéticos a quienes no les
resulte familiar la tentación de prohibir las otras miradas sobre la
obra?
El negocio del arte es un sistema de celos. En él,
el deseo de las obras consiste en convertirse en objetos de deseo. En
cuanto una obra atrae el deseo, aparecen a su lado las rivales queriendo
apropiarse del anhelo de que disfruta. En todos los objetos brilla el
anhelo del anhelo de los otros. El mercado los hace sensuales, el hambre
de deseo los hace bellos, la obligación de llamar la atención genera lo
interesante. Este sistema funciona en tanto que el pensamiento en su
momento de plenitud se vuelve tabú. Aunque las obras apelen al deseo,
siempre se les deniega la entrega a sus poseedor. Su valor se nutre del
hecho de que rehuyen a sus propietarios y esperan otras proposiciones
posteriores.
Desde hace dos siglos está en marcha el
aburguesamiento de la codicia. Tras la alta burguesía, esa codicia
también ha abierto una nueva sensualidad a las clases medias. Al tiempo,
el magnetismo del valor enciende una pequeña llama en un público
perceptible. Quienes quieren ser alguien abren una cuenta corriente en
su interior para el arte. No importa que en la cuenta sólo tengan lugar
unas pocas transacciones. Lo que importa es que muchos ojos observan el
mercado desde ese momento. El Yo del observador se convierte en lugar de
depósito de valores y significados. Sólo un ego con forma de cuenta es
válido para el ingreso de arte con forma de valor. Si yo no tuviera la
forma de Yo de un poseedor potencial de obras y valores, las obras no
tendrían para mí atractivo alguno. Tengo una cuenta, soy una cuenta,
abono en mí mis ingresos. Una obra tendrá significado para mí en tanto
en cuanto yo pueda abonarme su valor en mí mismo.
Este es el estado actual del fetichismo del valor.
¿Lo pretendía así el arte desde sus orígenes ? ¿No fue nunca una inmensa
puesta en circulación de fuerzas, que eran demasiado libres para ser
poseídas? ¿Qué quería decir Kandinsky cuando escribió: “Cada imagen
contiene misteriosamente toda una vida, con sus torturas, dudas,
momentos de éxtasis y de luz” ? ¿Nunca hubo transferencias cuyo mandante
no soñara con el crédito de la cuenta de otra nueva vida? Entre tanto,
el mundo del arte ha quedado en descubierto a causa de las cuentas
privadas. ¿Podrá el arte recobrarse de ellas? *
* N. de T.: juego
de palabras, überzogen sein : estar una cuenta en descubierto, o estar
algo cubierto o invadido... de cuentas privadas; abheben : cobrar, sacar
dinero de una cuenta, sich abheben : recobrarse, recuperarse.
2. La exposición de arte como revelación de los poderes creadores de la obra.
Antes del advenimiento de la modernidad la cifra de
las cosas que se podían nombrar como obras humanas dentro del
inventario general del mundo era muy reducida. Junto a aquellas ya
existentes en la naturaleza, las producidas por los seres humanos
resultaban poco significativas. Entre lo producido y lo hecho por uno
mismo, por su parte, las obras de arte en sentido estricto reclamaban un
espacio pequeño y menguante. Allí donde lo fundamental en la vida
radica en los poderes naturales y tradicionales, los humanos han de
verse a sí mismos ante todo como receptores de ser y como preservadores
de antiquísimos órdenes sagrados. Los testimonios más rotundos del poder
creador de obra de anteriores civilizaciones, las construcciones
sagradas, eran respuestas técnicas a las ideas de lo sagrado y lo
solemne. Con ellas comienza la elaboración artística de lo numinoso.
Desde que el sistema moderno de la producción
autónoma entró en funcionamiento, se puso en movimiento la comprensión
humana de sí misma. La subjetividad se retira más y más a la posición de
remitente de ser y de lo que es; inaugura para sí misma la posición de
creador; descubre que el orden del mundo no es tanto algo que haya que
conservar y repetir desde los orígenes, sino más bien algo superable y a
ser producido mediante proyectos anticipatorios. Ahora se puede decir
que el mundo no sólo se ha de interpretar de forma diversa, sino que
también debe ser cambiado definitivamente. Ya no es una situación fija,
que se reproduce según sus propias leyes, sino una obra en construcción
que se transforma según planes humanos.
El genio y el ingeniero se convierten en figuras
conductoras de una fascinación del ser humano por sí mismo sin
precedentes. Asumen el papel de garantes del poder humano de obrar. Allí
donde ese poder llega a la propia conciencia, entra en ignición el
deseo de superación del ser humano por el ser humano. De aquí que la
obra de arte moderna posea una misión antropológica y ontológica:
mediante su conclusión conjura la capacidad humana de obrar, mediante su
grandeza artística proclama la superación de la naturaleza por la
producción. Éste es el doble sentido de la plenitud del arte. Es por
ello que desde hace largo tiempo un motivo principal de las nuevas artes
haya residido en mostrar la habilidad. En la obra la virtud humana
deviene virtuosismo; para los seres humanos es virtuoso el ser capaz de
obrar. La habilidad que se deja ver, consiguientemente, no hace surgir
la vanidad artística. Lo que aparece en ella es la subjetividad que se
está formando, a la que es dado aprender aquello que puede ser aprendido
hasta que se atreve a dar el salto hacia lo que no puede aprenderse.
Por lo tanto surge en el arte lo numinoso humanizado: el artista creador
pone cosas en la obra que trascienden lo aprendido positivamente. Así
el artista participa de un doble poder creador, acorde a la doble
naturaleza del saber artístico. Como maestro en su oficio domina lo
repetible; como genio erige en el ámbito de lo nunca existido. La
maestría sin genio es una gran habilidad; el genio sin dominio del
oficio es intensidad renovadora. Si ambos coinciden, pueden resultar
vidas humanas hacia las que se oriente la exaltación humanística de la
especie. Hay cualidades epifánicas inherentes a la habilidad artística
en ambos aspectos: mediante ella las fuerzas esenciales de lo humano se
revelan al mismo ser humano. La obra de arte que loa al maestro celebra
el poder creador de su autor, afirma la posibilidad misma de la autoría.
La magia de los efectos proporciona un concepto de lo sublime de la
causa. Allí donde en las obras surjan mundos junto al mundo, sus
creadores se pueden tener por dioses al lado de Dios.
El carácter epifánico de los modernos poderes
creadores de la obra demanda el cruce entre producción y exposición. Sin
que la obra sea desvelada en un espacio de exhibición, no puede tener
lugar la autorevelación del poder creador. El hacerse visible de la
capacidad para producir presupone la producción de visibilidad. La
exposición es la institución moderna para producir visibilidad. Funciona
como agencia central del productivismo epifánico. Revela lo que la
subjetividad artística burguesa tiene que revelar: a sí misma en su
poder materializador para erigir mundos en la obra de arte. Esto implica
al tiempo el poder de intervenir y reformar el mundo mismo de acuerdo
al proyecto de la imagen del mundo.
Con la ayuda de la esfera pública burguesa, esa
revelación encuentra un lugar para sí misma al darse a conocer. El
sentido epifánico de la revelación del poder de crear obras está
envuelto discretamente por el sentido publicitario y mercantil de la
exposición. Exponer convierte la revelación a un formato popular. Los
poderes humanos para crear obras se desvelan a sí mismos de manera
atenuada al no permitir reconocer en la visibilidad de las imágenes más
que aquello que resalta a primera vista. Esto garantiza que nadie
consigue ver más que lo que puede asumir. Ningún profano tiene que
quemarse los ojos en el Apocalipsis de las fuerzas humanas esenciales en
el Salón.
3. La modernización como intensificación de la arbitrariedad.
¿Por qué sufrimos a fines del siglo XX una
inflación de lo exponible? En primera instancia, porque existe una
inflación paralela de lo producible. El aumento increíble de medios de
producción de todo tipo ha traído consigo un crecimiento inconmensurable
del poder productivo. Cada vez mayores fragmentos de la realidad se
convierten en materia prima para la producción -en material de partida
para imágenes, relaciones, transformaciones-. Todo lo que fue producto
puede convertirse a su vez en materia prima para almacenar de nuevo como
materia sufriente los efectos del trabajo.
Tanto en el caso de mercancías móviles como
inmóviles, en el proceso de modernización, en principio es exponible
todo aquello que juega un papel en los procesos seculares de incremento
de lo producible. La exposición ya no incluye sólo los productos
inmediatos del poder de realización de obras; también asume las materias
primas, los productos auxiliares, los prototipos, los desarrollos
intermedios, los desechos. En el lenguaje de Marx esto significa: no
sólo se exponen productos, sino también medios de producción, incluso
relaciones de producción. Los paisajes y los espacios habitables ya han
sido declarados también objetos de exposición. La estructura social al
completo aspira a formar parte del museo. Esto no es del todo
incomprensible: si aún poseyéramos el pincel con el que Rafael pintó la
Escuela de Atenas, no podemos imaginarnos qué impediría a los directores
de museo exponer esa herramienta junto a la obra. Más aún, si los
restos mortales de los mecenas de Rafael, se hubieran conservado hasta
nuestros días, momificados según las normas de la taxidermia ¿quién
podría garantizar que no se les podría admirar en una sala contigua?
Todo aquello que tiene que ver con la maravilla moderna de la producción
de obras puede ser incorporado en la correspondiente forma de
revelación expositiva.
La actual inflación de lo exponible tiene un motivo
más radical en la misma dinámica de las artes modernas. Al mostrar la
exposición moderna per se la autorepresentación de la capacidad de crear
obras, en el curso del siglo XX el ámbito de lo exponible estalla
mediante una doble revolución de las artes: por una parte mediante la
radical autoliberación de la expresión y de la construcción, por otra
parte mediante la ampliación incesante del concepto de arte. Junto con
sus diluciones didácticas y sus diseminaciones políticoculturales, ambas
explosiones generan un efecto común: una tendencia al incremento de la
arbitrariedad que abarca todo el siglo. La cultura contemporánea de
exposiciones y ferias de arte sólo se hace comprensible como sistema de
organización del arte para la transformación de la de la arbitrariedad
artística al aproximarse a su valor mayor. Su logro consiste en procesar
las fluctuaciones del arte moderno de modo hermenéutico, museológico y
mercantil de tal manera que el incremento de arbitrariedad puede
coexistir con la autocelebración del poder creador del arte. Todos los
parámetros tradicionales de la obra pueden revolucionarse; lo que queda
fijo es la convertibilidad de forma de obra y de forma de valor. De
hecho, los jóvenes inversores en el sistema bursátil del arte no
necesitan que se les cuente nada sobre lo espiritual en el arte. Han
extraído las conclusiones de la modernidad: la ecuación entre forma de
obra y forma de valor se ha transformado a su estado puro. En lo más
interno de las obras brilla invisible el oro de la posibilidad pura
portadora de valor. Si se puede decir de una obra de arte que en ella se
encarna una chispa del poder creador, se forma inmediatamente el
cristal de valor adecuado para la apropiación. Las obras son expuestas
como acciones bursátiles estéticas.
La ampliación de concepto de arte es imagen
especular de la expansión de la subjetividad del artista creadora de
valor. Por último, todo cuanto toca la vida del artista ha de ser
transformado en arte. El rey Midas está por todas partes. Si hubiera
sido jurídicamente posible, Andy Warhol habría vendido a coleccionistas
con sólidas finanzas calles enteras de edificios de Nueva York que había
transformado en obras de arte al pasear por ellas
4. La victoria de la Exposición.
La exposición de arte en la modernidad es la
institución exhibidora de poderes creadores de obra extintos y activos
acorde a su tiempo. Monta retrospectivas; establece secciones
transversales entre las producciones actuales. Las obras que se traen a
la luz de este modo ya están ligadas en su propia esencia a esta manera
de exhibir. De acuerdo con su forma de valor no son adecuadas para ser
acaparadas como tesoros ocultos. En una cámara de tesoros feudal no sólo
se encontrarían fuera de lugar politicoculturalmente, sino que también
serían infelices en la más profunda alma de valor al no ser comprendidas
en su sentido de obra. Este sentido de obra posee una tendencia
característica hacia lo abierto, lo público, da igual si dicho sentido
aparece como mercado, como museo o como historia del arte.
Lo que en el sentido de los siglos XIX y XX
constituye una obra de arte, se adecua ya a su exposición, de acuerdo
con su gesto interno. La obra ya demanda el blanco de la pared, desde la
cual quiere saltar a ciertos ojos. Ya reclama el vacío de la sala de
exposición, en la que inscribe un signo de puntuación. Se inclina ya
hacia el catálogo, que asegura su visibilidad in absentia. Se da
cabezazos contra el muro de la indiferencia, que cree ya haberlo visto
todo. Ya coquetea con los expertos que tienen preparadas las
comparaciones. Ya suplica un lugar en la memoria y una página en blanco
de la historia del arte donde la epopeya de la creatividad llegue a su
última situación.
Cuanto más nos aproximamos al presente, mayor es el
número de obras cuyo gesto y sustancia se describe exhaustivamente
mediante esa caracterización. De hecho los museos, ferias y galerías son
las instituciones actuales para la producción de visibilidad estética, y
la misma producción estética se vuelve irremisiblemente colonizada
museística y galerísticamente. Allí donde hay una galería, hacia ella
fluye el arte de galería.
Sucede así que el arte moderno de exponer el arte
se fija firmemente en su tautologización: la producción del arte gira en
torno a la exposición del arte, que a su vez gira en torno a la
producción de exposiciones. El aparato moderno de mediación del arte se
ha instalado como una máquina de mostrar que desde hace ya largo tiempo
es más poderosa que cualquier obra individual a exponer. El proceso de
la producción de exposiciones, con su núcleo mercantil y sus flancos
publicitarios, se ha vuelto autónomo. Corre por sí mismo por encima de
las dimensiones de las obras a exponer y no muestra en última instancia
ningún otro poder creativo que el suyo propio. Puesto que la exposición
misma ya no es un logro, puede hacer lo que quiera, el arte entra en
conflicto con su hacerse visible.
Hubo momentos históricos en los que las paredes
blancas del museo suponían una importante incursión al descubierto. En
ellos la autorevelación del poder humano-burgués creador de obra erigía
un escenario desde el que podía aparecer ante el público. Desde las
paredes habló ese poder a las fuerzas esenciales aletargadas. Éstas
aprendieron, a la luz de lo que mostrado, a vislumbrar sus propias
intensificaciones, en caso de que no colapsaran paralizadas de
admiración. Los poderes creadores de obra traídos a la luz podrían
esperar propagarse como fuerzas explosivas. La fuerza quiere ser
entendida por la fuerza, es decir, mantenerse en su efectividad. Por lo
tanto, de aquí se deduce que la fuerza inaugural de lo que se muestra en
la obra creó en primer lugar la sala de exposición del museo moderno;
de otro modo se habría quedado como una cueva del tesoro feudal o
semifeudal. De hecho ésta se continúa en el safe-art actual. Justamente
sólo de lo efectivo de la obra de arte puede surgir la fuerza que abra
el espacio por el que acceda a lo visible. La epifanía del poder creador
de obra en la obra de arte es lo que hace posibles al museo y a la
galería, no al revés, que la galería y el museo pongan a la vista el
arte. Sin embargo, hoy día los poderes creadores de obra se invierten a
sí mismos en los aparatos que rigen la visibilidad. La exposición de sí
mismas por parte de las ferias, museos y galerías ha usurpado el lugar
de la autorevelación de las obras; ha forzado en las obras la costumbre
de la autopromoción. Desde entonces las obras deben aplaudirse a sí
mismas. Aletheia –el desvelamiento*- tiene en los anuncios sus
posiciones más avanzadas. Con la publicidad de las obras a sí mismas
tiene lugar el paso de las últimas verdades: lo efímero es revelación
que se revoca. Un rápido iluminarse del cuadro en el presente; quizás un
resplandor postrero del valor en las cuentas corrientes. Sólo hay una
cosa segura: ningún cuadro puede significar tanto como la alcayata
reutilizable de la que temporalmente cuelga.
____
* N. de T.:
Aletheia, la verdad en griego antiguo, se traduciría por “desvelamiento”
o “desocultación” ( Unverborgenheit , a diferencia de Wahrheit , verdad
en su concepción actual en alemán; cf. Martín Heidegger: Der Ursprung
des Kunstwerkes, El origen de la obra de arte ).
5 ¡El arte abandona la galería! ¿Adónde va?.
El culto del arte en progreso posee una de sus
fuentes en la esperanza humanista y religiosa de las gentes modernas en
su poder creador de obra. Éste contiene la promesa de que los seres
humanos pueden elevarse hasta alcanzar la posición desde la que generar
las condiciones de su propia felicidad. Los humanos se manifiestan así
como seres que son capaces de crear las condiciones previas necesarias
para su felicidad y soslayar las causas de su infelicidad; poseen además
el don de poder expresar su desgracia. Esta triple capacidad tiene el
efecto de una gracia; quien participa de ella es miembro de la alianza
humana contra las fuerzas de la infelicidad.
¿Qué puede saber al respecto el arte de las ferias
de arte? Está condenado a separar profundamente la conexión entre el
poder creador de obra y la promesa de felicidad. Una obra de
exposición-de-obra no conoce ninguna otra felicidad que dar el salto a
la gran exposición. Bajo la ley de la equivalencia entre forma de obra y
forma de valor se desgaja una porción privada de la inconmensurable
capacidad para la felicidad del poder humano creador de obra, justo la
porción del poder productivo que basta para poner la obra en
circulación. La felicidad que busca es ser expuesta, que se comercie con
ella y sea interpretada de forma elevada. Se inclina hacia el olvido
cuando la cuestión es el recuerdo de la fuente de legitimidad de todo
exponer y producir. El derecho al arte no procede de ningún otro lugar
más que de la propia llamada de las fuerzas humanas a la propia
felicidad. La felicidad se llama a sí misma; se fortalece mediante su
propia evocación; mediante su fortaleza se hace feliz a sí misma. Del
magnetismo de la felicidad depende finalmente la capacidad radiante de
la habilidad moderna. Es la atracción de la felicidad hábil con cuya
ayuda ser capaz de vivir supera a tener que vivir. Con ello el juego se
introduce en el carácter lastrado de la vida. El arte es la tendencia
antigrave, cruza el umbral del tú debes al tú puedes. De ahí que posea
la seriedad de los grandes desahogos.
Las obras de arte significativas son lugares que se
abren mediante la autorevelación de los poderes creadores de obra más
felices. Al ser el gasto de esos poderes celebratorio y fluir del
agradecimiento hacia sí mismos, cada obra de este tipo confluye en la
capacidad universal de felicidad. Están tan distantes de la habilidad
infeliz como de la muda miseria. La obra de arte de la modernidad es
testigo de que las contribuciones humanas a la felicidad son posibles.
Más aún, dejar llegar a la certidumbre de que el propio ser humano puede
ser la contribución, cuando es libre para ser hábil, y también está
libre de ser poseído por lo que sabe hacer.
Las colecciones, galerías, museos han de ser
medidos por medio de esa promesa que se mantiene a sí misma. Medidos con
ella los museos no tienen felicidad ni la felicidad museos. El arte que
conoce algo mejor, abandona, por lo tanto, la galería. ¿Dónde encuentra
algo mejor?
6. El ocaso de las obras.
1989, ya es hora de decirlo claramente: vivimos de
nuevo en el medio de una belle époque, una era de avances estacionarios,
de estancamiento frenético. En todos los frentes de fuerza reina la
movilización con una indecisión simultánea. Las áreas de avance de las
fuerzas han recibido un nombre, que perturba la buena conciencia de los
poderes creadores de obra: medio ambiente. Quien dice medio ambiente,
pone una cara como si desde ese momento tuviera un niño minusválido. Los
productores se reúnen como grupos de padres. Entre tanto tenemos algo
de tiempo para mirar atrás.
Lo que sucedió hace diez o veinte años en la vida
artística da la sensación de que se hubiera convertido en historia
antigua. Beuys y Giorgione se encuentran al borde de la Vía Láctea, se
sonríen el uno al otro, ya son contemporáneos. Pertenecen a la pequeña
cohorte de muertos que saben lo que cuesta seducir a la gente para la
vida. Allá abajo, el pequeño disco azul, el discurso pensante lanzado al
universo; poblado por seres que no aciertan a entender su situación.
Por amor a ellos se han puesto en circulación signos de vida, trazas de
fieltro, de calor corporal, de fuerzas de atracción, almohadillas de
grasa de la diosa durmiente, música y piel desnuda bajo árboles
amigables.
Cada ser humano, un ser humano. ¿Qué charlatanería
de gran corazón podría pretender esto? Cada ser humano, un artista.
¿Desde cuándo se puede decir eso sin la bufonería de los responsables de
cultura? En la actualidad los seres humanos no se reconocen de buena
gana en sus más altas definiciones. Hay épocas en las que han de pensar
de forma elevada sobre sí mismos porque en ellos recae algo grande, y
otras ocasiones en que se minusvaloran porque algo atroz les desafía. La
belle époque actual es una fase transitoria entre los pequeños y
grandes gestos. La energía está más bien con lo involuntariamente grande
que busca una disminución voluntaria, mientras que todo aquello que
aspira a lo grande, resulta involuntariamente pequeño.
El motivo de esa vacilación, ese estar entremedias,
ese no poder decidirse tiene un rasgo radical. En el interior de los
mismos poderes creadores de obra se ha abierto una brecha que se hace
cada vez más profunda. El arte ya no ve en el virtuosismo su condición
absoluta. El genio no contempla al ingeniero como su compañero necesario
en todas las empresas. Las fuerzas artísticas ya no reconocen en el
dominio técnico de los medios a sus aliados naturales. La capacidad de
ser feliz se ha distanciado de las potencias estéticas que se muestran.
Por supuesto esta ruptura viene de antes; refleja cambios complicados en
las relaciones de alianza entre las energías burguesas cambiantes del
mundo. Las campañas pro felicidad de la modernidad también conocen sus
desertores, sus heridos, sus vencedores triunfadores, sus agentes
dobles.
En esta transformación de alianzas también cambia
su sentido el exponer. Parece como si hoy sólo se pudiera mostrar lo
segundo mejor. La muestra de obras difícilmente puede ser aún el momento
epifánico en el que los poderes de felicidad expresivos y constructoras
se comunican a un público. Desde hace largo tiempo la exposición se ha
descompuesto en varias cosas: la muestra de fetiches, la oferta de
valor, la exposición de una filosofía acompañante.
¿Qué hace el arte que conoce algo mejor? ¿A dónde
ha de ir para concentrarse en aquello que merece ser revelado, que
irradia sus objetos expositivos con una felicidad no lucrativa? ¿Cómo
pueden confesar las obras que tan sólo son epicentro de algo mejor?
El arte se repliega en sí mismo. Esto equivale a
una retirada a sus propios dominios, al refugio fuera del mundo. El
arte, sin embargo, reduce su frente en el mundo, reduce su superficie de
contacto con el resto del negocio artístico. Da un paso a tras desde el
frente expositivo. Examina si estaba bien aconsejado al precipitarse a
la primerísima línea de visibilidad. Reflexiona sobre su alianza con las
maquinarias de publicación museísticas, galerísticas, publicitarias.
Admite la pregunta de si ser testigo de la felicidad y estar en primera
línea pueden significar lo mismo. En todo ello permite saber cómo
participa en la duda propia epocal de los poderes creadores de obra. Al
replegarse en sí mismo se convierte en cómplice sabedor en la crisis de
lo hecho por el ser humano. ¿Qué puede significar llevar en este momento
obras al frente expositivo, ahora que el tiempo pertenece al
cuestionamiento de la producción por sí misma? ¿Cómo se podría simular
la felicidad de ser capaz de hacer, cuando hace tiempo que quedó claro
cómo la libertad de obra fue rebasada por la imposición de poner fuerzas
a la obra y valorizar valores?
El arte, ya se decía hace una década, abandona la
galería, se va al campo, va a la gente. Se debería haber dicho: busca lo
libre y desea otro espacio de juego para la felicidad de interrumpir la
infelicidad. Las llamadas a sí mismas de las fuerzas más felices
reclaman testigos, no propietarios. Incluso forma de obra y forma de
valor se ponen a disposición, para que la voz del arte pueda ser de
nuevo un salto puro, una flecha de felicidad, experimentable en el
instante en que la vida es más rápida que su evaluación.
7. Crepúsculo de la exposición.
Ahora se dice, el arte se echa a un lado, se
repliega en sí mismo. Se echa a un lado al replegarse en sí mismo. Se
repliega en sí mismo al echarse a un lado. Sólo muestra un poco. Tiene
más que lo que se puede mostrar. Aún puede mostrar que en él hay algo
más que no se muestra. Una nueva ecología del mostrar requiere una pauta
expositiva diferente.
Lo que viene al frente de visión ya no es la obra
en su actitud de desfile. Casi nada en ella ofrece superficies
vulnerables a la mirada. La obra permanece plegada, enrollada en sí
misma, encuadernada en sí misma, por así decirlo, cerrada. Su día de
exposición y despliegue no es hoy, tal vez ya no lo sea, tal vez no lo
sea aún. No obstante tiene una forma de existencia, aunque no una del
tipo habitual. La presencia de la obra no es ni la presencia de su valor
ni de aquello que contiene de visible. No se revela en su plenitud, se
mantiene en un ángulo agudo respecto al mundo, la curiosidad no puede
leerla hasta el final y consumirla, la mirada choca con las cubiertas.
En algunos casos el pliegue es tan denso que uno ni siquiera puede
convencerse de si en realidad hay obras en el interior. Uno vacila
involuntariamente entre dos hipótesis: dentro hay algo, dentro no hay
nada.
Las descripciones no dejan, sin embargo, duda
alguna de que también en aquello que allí está permanece envuelto, en
sentido eminente ha de tratarse de obras. Las inversiones de los
artistas en los objetos son altas, sus gastos también son
cuantitativamente considerables. En los objetos están sedimentados vida,
ideas, tensiones. ¿Dónde está la pared blanca en la que pueda ser
extendida la totalidad de superficies plegadas? ¿No sería bueno que
existiera una pared así? ¿O esas obras han rehusado por su cuenta dicha
pared? ¿Se han resignado ante su imposibilidad de ser descubiertas?
¿Están enfadas con la pared blanca? ¿No se sienten aceptadas? ¿No
quieren arrojarles más perlas a los coleccionistas? ¿O son material
manejable para una nueva estratagema expositiva?
Las obras no dejan percibir nada sobre sus
experiencias con paredes y galerías. Su historia previa cuenta poco en
el momento. Su estar por ahí tiene algo de repentino y casual. Ahora
permanecen plegadas en sí mismas ante nosotros, no alegan nada en su
defensa, no muestran enojo, no toman ninguna iniciativa contra sí
mismas, se preservan. Reclaman algo de espacio al margen, sin jactarse
de su existencia. Están en el margen, humildes como estanterías en una
bodega; puestas, no expuestas; colocadas unas junto a otras, no
presentadas en primer plano*. Lo que dicen permanecería completamente
mudo si la pieza de piel de liebre de Anselm Kiefer en el cuadro del
ático no aportara un texto como metapintura, que podría ser leído como
reflexión sobre la vieja sala de exposición exposiciones y sobre la
irrupción de otras fuerzas en la misma. La escapada de ella se muestra
en las “esculturas” dibujadas de gran superficie de Gilbert & Jones.
La mentalización que subyace a esta reunión de
objetos está en relación, probablemente por primera vez, no con las
obras, sino con su exposición. El punto está en una renuncia a la
ejecución, difusión, estrépito del frente, esfuerzo para captar la
atención de las masas. La relación de las mismas obras con su exposición
muestra una grieta, las obras pueden, según parece, actuar de otra
manera. No se producen a sí mismas, aunque son producidas. El arte se
echa a un lado –no es cuestión de molestar a quienes pasan–. Tras esta
lección de discreción, la mayoría de las exposiciones de arte le parecen
a uno concursos de culturismo.
* N. de T.: juego de palabras entre hingestellt, aussgestellt, zusammengestellt y herausgestellt.
8. Más allá de la autonomía: estar en barbecho, quedarse ensimismado.
¿Pueden los artistas abandonar el arte sin exponer
su salida como obra de arte? De entrada, ¿por qué tendrían que
abandonar el arte? Cuando la felicidad ya no está en el arte sino a su
lado, ante él, tras él, es entonces hora de abandonar las formas de la
obra, del valor, de la caja blanca. Con su
declaración de abandono del arte Beuys ha devanado el sueño vanguardista
de la disolución del arte en la vida. Para su persona y su tiempo con
ello ha pretendido que hay algo más universal y al tiempo más intenso
que el arte artístico. Quizás haya que poder fracasar como artista para
avanzar como ayudante de la felicidad. Quizás deban descansar incluso
los mismos poderes creadores de obra como terrenos ya demasiado
explotados durante largo tiempo. Los desmontajes de la felicidad
creativa muestran al arte la dirección para hacerse a un lado.
¿Están tristes esas obras de que no broten con más
fuerza? ¿Tienen nostalgia de las grandes paredes vacías? ¿Se sienten no
realizadas en su íntimo ser-para-el-cheque? ¿Simulan ante las grandes
exposiciones una capacidad para el exilio de la que se arrepienten
secretamente? ¿Se sienten refutadas por el tiempo como ingenuidades de
ayer? Probablemente estas preguntas sean demasiado invasoras. Irrumpen
en una tranquilidad y en una marginalidad que acaba de ser descubierta
por las obras. Poder dejarse reposar, eso es ciertamente algo nuevo para
piezas de muestra del poder creador de obras estético. No llamar a
quienes pasan para que permanezcan callados ante ellas, ése es un
ejercicio inusual para las obras que estaban habituadas a abogar por su
propia causa ante el mundo. Estar en barbecho y esperar es una aventura
imprevista para objetos artísticos acostumbrados a la valorización.
Replegarse en sí mismas y no entrar en la historia de arte en la forma
más elevada, es la treta para la que menos preparadas estaban las obras
de arte hambrientas de reconocimiento. ¿O es que ya están más preparadas
para ello de lo que se podía intuir en el momento de su factura?
El arte está en barbecho. La gente simplemente
pasará al lado, una tenue brisa de atenta desatención soplará entre las
piezas. De todos modos, la misma gente pasaría al lado, pero el ruego de
las obras y la atracción de los valores les llamaría como una
oportunidad que nos coloca ante la alternativa de aceptarlas o hacerles
caso omiso. ¿Llaman esas obras, atraen? Y si ya han abandonado la
galería ¿a quién han ido, a quién le salen al paso? ¿Están próximas a
nosotros cuando pasamos a su lado? ¿Se vuelve diferente nuestro pasar a
su lado cuando están al margen?
¿Pasar al lado? ¿Cómo deja uno atrás tanta
casualidad? ¿Pasa uno por encima sin que surjan los recuerdos de algo
innombrado, venidero, maravilloso, para lo que arte devino más tarde un
nombre hueco? La mirada ya chocó con la superficie de los objetos, de
ahora en adelante hay que considerarlos como vistos.
Éste no es tiempo para prometer mucho. Pronto
saldremos también de esta sala. Ninguna distancia habla ebria de una
futura gran felicidad. Pero lo visto es lo visto. ¿Qué es visibilidad?
Quizás la cotidianeidad de la revelación. ¿Qué es entonces revelación?
Que algo te ilumine con su visibilidad. ¿Cómo sucede eso? Cuando estoy
al aire libre. ¿Al aire libre? Cuando estoy tan afuera que el mundo se
muestra.
|